«Historia de los intelectuales en América Latina», Carlos Altamirano (dir.)

Una treintena de ensayos integra el segundo tomo de «Historia de los intelectuales en América Latina». En este diálogo, Altamirano, director de la obra, reflexiona sobre la figura del intelectual público en el siglo XXI, en un continente donde el escritor «está obligado a participar del debate cívico».

Por: Gustavo Varela en Revista Ñ.

A casi un año de la salida del primer volumen, Editorial Katz acaba de publicar Historia de los intelectuales en América Latina II, dirigida por Carlos Altamirano y dedicada al pensamiento de las elites culturales latinoamericanas, bajo el título «Los avatares de la ‘ciudad letrada’ en el siglo XX» .
La Reforma Universitaria de 1918 en Córdoba y su expansión en América, el lugar de los intelectuales en la Revolución Mexicana, las vanguardias en Brasil y en Argentina o el discurso indigenista del Perú son algunos de los temas de más de una treintena de ensayos que conforman el libro y que están ordenados a partir de diferentes ejes o entradas. «El proceso de América Latina y sus elites culturales en el siglo XX es demasiado intrincado como para que se lo ajuste a una historia escandida en etapas que valgan para todas las áreas de la región», aclara Altamirano en su ensayo introductorio.
Por ello, las distintas experien cias políticas y sociales de cada uno de los países o regiones, este carácter «intrincado» y diverso, definen un modo de ordenamiento temático que da cuenta de las convergencias y diferencias existentes en América Latina: «Intelectuales y poder revolucionario», «Empresas editoriales», «La intelligentsia en las ciencias sociales» son algunos de estos ejes que permiten trazar un mapa de la topología intelectual latinoamericana hasta 1980, sobre el cual Altamirano responde en esta entrevista, realizada en su estudio del barrio de Palermo.

-Diversidad, diferencia, variedad. ¿Existe, entonces, un pensamiento latinoamericano?

-Creo que hay ciertos temas que son característicos de Latinoamérica. Uno de estos temas es la pregunta por la identidad: quiénes somos, cuáles son nuestras verdaderas raíces, cuál debería ser nuestra verdadera cultura. Es un tópico obsesivo de la ensayística y del pensamiento latinoamericano. No sé si hay un pensamiento pero lo que sí puede decirse es que hay una serie de temas o tópicos de mucha duración, que se repiten y que para responder a eso se movilizan recursos de diferentes fuentes ideológicas: el romanticismo en el XIX, el positivismo más adelante, el nacionalismo, pero también el marxismo. No sé si hay un pensamiento latinoamericano pero uno sí puede reconocer que hay un modo de pensar que se caracteriza por la rumia en torno a ciertos problemas.

-¿Cómo influye la relación con los centros de producción de pensamiento como Francia o Estados Unidos en la conformación de un pensamiento latinoamericano?

-Uno podría decir que el pensamiento de las elites latinoamericanas son una fracción periférica del pensamiento de las metrópolis culturales. Ahora bien, la refracción que produce el medio latinoamericano lleva a la incorporación de variaciones, de mezclas, es decir, el tener que dar respuestas a problemas o hechos que no son característicos del medio en el que brotaron esas ideas. Cómo dar cuenta de la diversidad racial; cómo plantear una superación de las divisiones étnicas de una sociedad que quiere ser una sociedad nacional, es decir, cómo producir un discurso de homogeneización. Todas las teorías ligadas al mestizaje: cómo ignorar que la raíz cultural, no ya de los intelectuales, sino de la cultura nacional no es una sino que tiene más de una raíz. La cultura latinoamericana tiene varios abuelos, no sólo uno.

-Usted cita a Alfonso Reyes cuando dice que entre los intelectuales latinoamericanos «no puede haber torres de marfil».

-Creo que la idea de la torre de marfil es una fórmula que no sé si se verifica efectivamente en algún lugar, si va más allá de una cierta representación imaginaria de que hay lugares, que no son América, donde los intelectuales pueden refugiarse en la producción de su obra al margen del movimiento de la calle. Es una referencia que hago a partir de una cita de Alfonso Reyes que dice que en América Latina eso no es posible, que el escritor no puede escapar a las demandas de la vida pública y, por lo tanto, está obligado a participar del debate cívico. Entonces, independientemente de si hay algún lugar donde existen estas zonas de refugio, América Latina no es uno de esos lugares.

-Sin embargo pareciera que el intelectual del siglo XX está más retirado de la vida política que aquellos que escribieron y pensaron en el XIX.

-Esto no es una característica de América Latina sino que está muy ligado a la mayor complejidad del mundo social. Es incomparable cómo era una sociedad en el siglo XIX a cómo es en el XX y obviamente en este siglo XXI. La relación entre escritura y política en un escritor actual no puede tener la inmediatez que tenía para un escritor como Sarmiento o como Alberdi. Las competencias intelectuales se han hecho también más especializadas y hoy difícilmente alguien pueda tomar la palabra y producir la credibilidad que le permita hablar de todo, como sí era posible para Sarmiento o Alberdi. La idea del intelectual total no tiene el crédito que tenía. El «todólogo» no es bien visto por los otros intelectuales. Lo que hoy se llama intelectual público ya no se reclama como alguien que habla en nombre de un partido, que habla en nombre del pueblo o que se instituye como la representación de la clase obrera. Simplemente porque no sería creído si toma esa palabra.

-¿Por qué no?

-Porque es él quien se designa en ese lugar. No hay nada que lo instituya que no sea él mismo. No es sino una autoinstitución. Es él mismo el que se designa como portavoz de los que no tiene voz. Es una operación discursiva que no reviste sino al propio intelectual.

Pensadores y académicos de distintas disciplinas y de diferentes países de América (Perú, México, Brasil, Argentina, entre otros) recorren las bases de sustentación intelectual latinoamericana desde los comienzos del siglo XX hasta la década de 1980. El arco de investigación es amplio y no sólo remite a la relación de los intelectuales con los diferentes hechos políticos ocurridos a lo largo de la centuria sino que el análisis se extiende a otros aspectos de la historia como las revistas culturales o las empresas editoriales.

«La hipótesis general del libro –afirma Altamirano– es que no se comprende bien la historia política, cultural y social de América Latina sin contar con una historia de sus elites intelectuales. Esto no quiere decir que esa historia se reduzca a la historia de los intelectuales, sólo que ésta ofrece una perspectiva irreductible a otras. No hay un solo modo de pensar una historia social y política de Latinoamérica. Se trata, por una parte, del estudio de un actor del debate cívico, que lo fue antes y lo sigue siendo hoy. Pero el intelectual no es alguien que sólo habla de las cuestiones de la vida pública. Tiene debates propios, colabora en la producción de editoriales, hace revistas, genera nuevas formas, es una agente de la vanguardia cultural. Entonces hacer una historia de los intelectuales no es sólo ver esta dimensión del intelectual como alguien que participa de la arena del debate político sino también como un actor de otras escenas, algunas específicamente intelectuales.

-¿Por ejemplo?

-El modo en cómo surgen las ciencias sociales. En cierto momento la modalidad del discurso de los intelectuales no es sólo la literatura ni sólo la historia ni las formas más de tipo humanístico que caracterizaban el saber del hombre de cultura. Aparecen disciplinas que tienen otras pretensiones, que hablan de otro modo del mundo real. Hay un cambio en la composición del mundo de los intelectuales en tanto tienen otras pretensiones que ya no son las del discurso más literario o las de un discurso del saber.

-¿Cómo se modifica el origen social de los intelectuales a lo largo del siglo XX?

-A partir de cierto momento la cantera social de reclutamiento de los intelectuales son las clases medias. Y no sólo en América Latina. Durante un tiempo procede de medios sociales tradicionales, altos, no de las clases medias. A lo largo del siglo XX este reclutamiento social varía aunque en un comienzo provenían de familias de dinero o que tenían linaje social. Esto no significa que haya un solo discurso del intelectual, porque no hay un discurso genérico. El intelectual no es un sujeto colectivo que tiene una sola voz. Pensar así sería ignorar que una de las características de la vida intelectual es la división: no existe una posición sino posiciones.

-Pero hay algo que los identifica como intelectuales.

-Es cierto que la posición de ser hombres de cultura les proporciona un elemento común que, en ciertos momentos, puede predominar sobre cualquier otro elemento de diferenciación. Pero hay otros momentos en los que lo que predomina es la diferenciación en los discursos de los intelectuales. Así como hay intelectuales alineados con el comunismo, los hay con el fascismo. En estos casos, independientemente de dónde se los reclute, en el combate político están enfrentados. En otros momentos, la condición de hombres de cultura los liga respecto del burgués, del que encarna el filisteo o del que encarna el conformismo. Pero no hay un privilegio de una actitud sobre otra ya que varían históricamente.

-¿La aparición de la cultura mediática modifica el rol de los intelectuales en la actualidad?

-Los mass media modifican el medio. El intelectual es un hombre de la grafoesfera, como señala Régis Debray. Cuando aparece la videoesfera cambia el medio que ha sido por excelencia de producción y circulación. Toda la realidad, tanto la política como la cultura está hoy mediatizada. Esto es parte de lo real y por lo tanto también el intelectual se ve desafiado por esa esfera. En este sentido, el mundo de los medios de comunicación se ha convertido también en un mundo para el debate intelectual. Aunque el tiempo del intelectual es más lento que el de los medios. Le preguntan a Régis Debray si puede definir en dos minutos qué es la mediología. Entonces él responde que no puede contestar en dos minutos lo que le llevó dos años pensar, elaborar. Esta es la gran cuestión con la que se enfrenta hoy el intelectual: cómo escapar al cliché y a la simplificación de la réplica rápida que proponen los medios. No sé si vamos a poder seguir hablando del intelectual, en el sentido de una figura que procede más del siglo XIX y que prosigue en el XX. Tal vez el conjunto de conceptos del cual la noción de intelectual ha surgido cambie y posiblemente tendremos que llamarlo de otro modo.

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