«Degenerados, anormales y delincuentes», por Gabo Ferro

Quienes forjaron el país a fines del siglo XIX imaginaron un habitante deseable para la Argentina. En su nuevo ensayo, Gabo Ferro indaga cómo el diálogo entre ciencia y política influyó en la ciudadanía pretendida por la elite dirigente.

Por: MARCELO PISARRO para Revista Ñ

La historia, tal como es posible rastrearla a través de los márgenes del relato más conocido, señala ante todo una persistencia conceptual: cómo las ideas de época pueden dar forma a un proyecto de Estado-Nación, y cómo, una vez pasada la época y con ella la legitimidad teórica y política más inmediata de esas ideas, éstas se incorporan al sentido común de las generaciones venideras hasta volverse invisibles, desapercibidas. Cómo se naturalizan, cómo se transforman en otro componente trivial de sus discursos cotidianos.

En cualquier caso es el relato que podría seguirse en Degenerados, anormales y delincuentes.

Gestos entre ciencia, política y representaciones en el caso argentino, el segundo libro del historiador Gabo Ferro recientemente publicado por Marea Editorial. Esta narración, obligada a viajar bajo la sombra del relato más conocido, se descerraja con un detalle: buena parte de la elite gobernante de la década de 1880, el período de construcción de la moderna Nación Argentina, provenía del campo de las ciencias médicas.

Junto al proyecto de nación, e indisociable del mismo, emergió también una noción de «normalidad» (y por ende de «anormalidad») sostenida en los rudimentos biológicos, médicos, antropológicos y criminológicos propios del positivismo decimonónico.

Los dirigentes políticos habían leído a Lombroso, a Darwin, a Spencer, a Morel, y con estas lecturas bien aprendidas se lanzaron a la cimentación de la sociedad argentina. Enterraron el fantasma de Juan Manuel de Rosas, redactaron la Constitución, sancionaron las leyes, formaron el ejército, establecieron la capital, conquistaron el desierto y fomentaron la inmigración europea para repoblar el territorio simbólicamente yermo.

Había un habitante deseable para esa sociedad deseada, y aquí la conversación entre ciencia y política oscilaba de lo global a lo doméstico: normalidad física y moral en favor de la especie y de la raza, pero normalidad física y moral, también, en beneficio de la sociedad tradicional, civilizada, de familias criollas, monogámicas, patriarcales, blancas y heterosexuales: el Nosotros sano y normal.

La identificación y el tratamiento del Otro enfermo y anormal, del desviado, del extraño, del degenerado, suponía pues más que un cometido clínico o sanitario; se trataba de un hecho político, un inconveniente ético, pues de su éxito dependía el triunfo de la sociedad y el destino de la patria.

«Medicalizar la barbarie», escribió Ferro; quería decir: convertir la diferencia en patología y las leyes sociales en una herramienta de corrección higiénica del cuerpo social.

En su libro anterior, Barbarie y civilización. Sangre, monstruos y vampiros durante el segundo gobierno de Rosas (Marea, 2008), se examinaban los deslices metonímicos que constituían un paquete discursivo armónico de tres elementos: Juan Manuel de Rosas, sangre, barbarie. «Estas metáforas -escribió Ferro- condicionaron la manera en que debía pensarse el período y funcionaron como dispositivos radicales de un riguroso soporte de ideas levantado por los padres fundadores de la Argentina civilizada y sobre el cual debía construirse el discurso de esta parte de la historia de los argentinos».

La peligrosidad

Degenerados, anormales y delincuentes continúa la proposición de Barbarie y civilización: la tipificación de un bárbaro como hecho fundacional de un período histórico determinado y la permanencia de esta refracción en el discurso hegemónico de la sociedad argentina, sea en su forma ilustrada o en su forma coloquial.

Es posible verlo surgir como problema teórico en las tesis doctorales de la carrera de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Hasta 1874, cuando se advierte una incipiente alianza entre medicina, política y derecho, estas monografías trataban los temas clásicos. «En 1876 explota la expresión ‘médico-legal’ que acompañará numerosos títulos y subtítulos de estos escritos. Las cuestiones médico-legales crecerán en número desde entonces para revisar asuntos tan heterogéneos como el parto, la locura, la infancia, la vejez, el secreto, los envenenamientos (como el alcoholismo, el morfinismo, el fumar incienso o el alcanforismo), el suicidio, la epilepsia, la pederastia, los androginoides, el sonambulismo y la misma medicina en general».

Las doctrinas de la escuela criminológica del médico veronés Cesare Lombroso se desarrollan, critican, citan y aplican en las tesis defendidas a partir de 1890; compendiando estas doctrinas: el delincuente presenta anomalías biológicas que influyen en la determinación del delito; la ausencia congénita de sentido moral configura al «delincuente nato»; el determinismo excluye el libre albedrío del delincuente; luchar contra el crimen no significa castigar al delincuente sino imposibilitar que perjudique a la sociedad; la represión, medida en razón de la peligrosidad del delincuente, debe asegurar la defensa social.

«La intensa producción y tráfico de conceptos sobre la degeneración física y moral y su relación con el crimen -anotó Ferro- entre las conclusiones  no demuestra solamente la fortaleza y duración de la alianza médico-político-legal en perfecta sintonía con el estado de esta cuestión en el mundo.

Esto expone además el lugar central que este problema ocupa dentro del debate político para la formación de la ciudadanía y la sociedad pretendidas por los hombres de la elite dirigente, cuya ciencia afirma que toda raza degenerada está condenada a desaparecer. Así los hombres de la ciencia guardiana de la civilización reclaman al Estado su intervención para regenerar, evitar su reproducción, repatriar o exterminar al muy prolífico degenerado de la nación».

Sano, normal, civilizado

Un tercio de Degenerados, anormales y delincuentes está dedicado a examinar y señalar la presencia de estas representaciones del criminal, vigentes y pretéritas, en medios gráficos (Crítica, Caras y Caretas) o en policiales negros (la producción cinematográfica de 1948 a 1952 del director Carlos Hugo Christensen) de la primera mitad del siglo XX. Resulta difícil establecer cuáles fueron los alcances de esta concepción médico-legal de la criminalidad y la marginalidad; de esta tipificación físico-moral de sujetos alejados patológicamente de algún grado cero de normalidad. Pero su existencia y su persistencia  es ineludible.

Basta sintonizar el noticiero, viajar en taxi, hacer las compras en la panadería, recorrer los claustros académicos o los despachos ministeriales.

Se habla de denunciar a los eclesiásticos degenerados, de corregir la desviación sexual, de acabar con el foco infeccioso de la delincuencia. Desacomodados por la narración perseguida por Ferro, los términos parecen revelar un universo discursivo naturalizado y en uso; parecen revelar el éxito de un programa político-sanitario silenciado por el peso de los grandes acontecimientos históricos, pero que, como todo programa exitoso, ha conseguido penetrar en las pautas sociales hasta tornarse velado e inadvertido: otro hecho natural, como la sociedad tradicional basada en la familia criolla, monogámica, patriarcal, blanca y heterosexual. Lo sano, lo normal, lo civilizado.

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